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Por: Padre Alberto Ignacio González

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VI Domingo de Pascua: Hch 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97; 1 Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17.

Recuerdo una ocasión en que me refirieron el caso de un enfermo para visitarlo en el Hospital Perea de Mayagüez, PR. Resultaba ser un joven recién diagnosticado con cáncer y estaba ubicado en aislamiento en lo que le realizaban una serie de estudios. Nunca olvido que tan pronto entré a la habitación, había un colchón en el piso al lado de la cama del paciente. Resultaba ser que ahí estaba durmiendo su madre, quien lo acompañaba en esa larga odisea que apenas comenzaba.

No voy a negar que me invadió un gran sentimiento cuando abandoné la habitación... pues luego de cumplir con mi función, seguía mi vida como de costumbre. Pero esa madre permanecería acostada al lado de su hijo como si el diagnóstico fuera de ella. Incluso, pude observar cómo la presencia de la madre le inspiraba paz y tranquilidad al chico. Para el sacerdote es difícil hablarle a un paciente de cáncer sobre el amor de Dios. Pero no hay duda de que el amor de la madre no le faltaba.

Las lecturas de hoy nos exponen el tema del misterio del amor de Dios. Jesús nos garantiza que así como su Padre nos ama, así Él nos ama. Esto no solo nos expresa que la fuente del amor es Dios, que es divino, sino que el amor de Dios es personal, tan personal que es capaz de llamarnos amigos. Toda acción concreta de amor que realizamos fluye de nuestra unión con Dios. De esa misma forma es que Jesús nos invita a amar al prójimo, un amor que no tiene límites ni fronteras.

Una de las escenas que se nos presenta hoy es la del “Pentecostés de los Gentiles”, cuando el Espíritu Santo se derrama sobre ellos mientras Pedro se encontraba en el hogar de Cornelio, el centurión romano recién converso a nuestra fe. Pedro, como representante de Cristo en la Tierra, a través de este signo externo, da fe de que el amor de Dios no tiene condiciones ni ama más a unos que a otros. Al romper la barrera que existía entre judíos y gentiles, se reafirma que el amor de Dios es universal.

Juan, en su Primera Carta, utiliza la imagen del sacrificio de Cristo en la cruz para explicar la naturaleza del amor de Dios. Su amor por nosotros se manifestó con el derramamiento de Su sangre en la cruz. Su amor nos transformó, pues nuestros pecados fueron perdonados. Tan es así que Juan dijo que Dios es amor, no que es parecido al amor. Esto me recuerda aquella cama en el piso del hospital, signo de la cruz que cargaba esa madre, que con su amor transformaba a su hijo.

Hoy la sociedad civil reconoce este Segundo Domingo de Mayo como el “Día de las Madres”. No hay duda de que el amor de una madre es un signo visible y concreto del amor de Dios. Al igual que el ejemplo del hospital, hay muchísimas madres en el mundo que dan la milla extra para transformar a sus hijos con su amor. No importa si ese hijo es lindo o feo, bueno o malo, amable o problemático... para la madre siempre es el mejor. ¡Que el amor de una madre siempre sea el ejemplo y modelo de cuánto Dios nos ama y de cómo debemos siempre amar a nuestro prójimo!

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