Por: Padre Alberto Ignacio González
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XIII Domingo de Tiempo Ordinario: Sb 1, 13-15; 2, 23-24; Sal 29; 2 Co 8, 7.9.13-15; Mc 5, 21-43.
En una de las parroquias que he trabajado, me tocó atender el caso de una joven paciente de cáncer. Antes de comenzar el proceso de quimioterapias, ella me pide una dirección espiritual y pude percibir el gran sentimiento de culpa que ella cargaba por ser la pareja de un hombre casado. Esto lamentablemente la llevó a tener una equivocada percepción llamada justicia retributiva, entiéndase, que su cáncer era un castigo de Dios por el estilo de vida que llevaba.
Hoy nos encontramos con dos pacientes que tienen un encuentro con Jesús. Una de ellas tenía períodos de menstruaciones irregulares por los pasados 12 años. La otra era una niña de 12 años con una enfermedad terminal que la llevó a la muerte. Ambas eran declaradas “ritualmente impuras,” entiéndase, que no puedes presentarte al sumo sacerdote para ofrecer sacrificios porque tu cuerpo no guarda integridad funcional. Esto provocaba que la enfermedad, inclusive, te hiciera perder el sentido de la vida.
Pero Jesús, como siempre, cambia las reglas de juego. Resulta que la mujer de menstruaciones irregulares le toca el manto, lo que resultaría que Jesús quedara impuro. Pero ocurrió todo lo contrario. De Jesús salió una fuerza, fruto de su divinidad, que provocó que la dama sanara. Pero mucho mejor ocurre con la niña, que con solo decirle con autoridad que se levantara de la cama, la niña se levanta mientras los presentes quedaron atónitos luego de burlarse de él.
Ocurre algo muy particular cuando estas sanaciones se llevan a cabo. A la niña, inmediatamente después que despierta, se le da algo de comer. Esto quiere decir que vuelve a su rutina y a su normalidad. El sentido del comer restaura tu sentido de vida. Lo mismo ocurre con la mujer que le toca el manto a Jesús. El quedar sana la cualifica nuevamente a presentarse al sumo sacerdote a ofrecer sacrificio en el Templo, pues al no poder presentarse, su muerte era social, no física.
Esto quiere decir que Jesús, como Hijo de Dios, tiene autoridad sobre las fuerzas del mal y de la muerte. Por su gracia siempre sale victorioso, nunca pierde una batalla. El Libro de la Sabiduría, inclusive, nos expone que Dios no creó la muerte, sino que la creamos nosotros a consecuencia de nuestro propio pecado. Somos hechos a imagen y semejanza de Dios y somos destinados a la inmortalidad. Somos nosotros y las fuerzas del mal las que nos hacen que perezcamos.
Por tanto, decir que es un castigo de Dios las situaciones difíciles que nos ocurren en la vida es un grave error. El toque de Dios es un toque sanador, pues como nos ama siempre se interesa por nuestro propio bienestar. El pecado y la muerte son la ausencia de algo y ese algo es Dios. Solo el toque sanador de Dios es el que le da sentido a nuestras vidas y nos devuelve nuestra dignidad como Hijos de Dios. Solo nos toca tener la fe que tuvieron aquellos que hoy son sanados.
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